© Cary Anderson. Do not copy without permission
El lugar es visitado por turistas y fotógrafos de todo el mundo, que se deleitan inmortalizando al pelotón de águilas ansiosas de comida. Pero si enfocaran con sus objetivos unos 100 metros más allá, verían a las águilas de Homer balanceándose sobre las antenas, las farolas y hasta las cabezas de sus pobres habitantes.
La gente del lugar ha pasado de la admiración por las águilas al más absoluto de los odios. El hartazgo ha llegado hasta tal punto que el alcalde del pueblo ha dictado una orden que prohíbe alimentarlas. Sin embargo no ha conseguido, de momento, que la medida afecte a “Lady Eagle”, admirada en todo el país por cuidar del ave que simboliza a los Estados Unidos.
En los últimos tiempos la vida en Homer se ha hecho un poco más cuesta arriba. Además de los rigores de Alaska, sus vecinos viven bajo una sensación constante de amenaza; saben que no es lo mismo ser 'rociados' por un alegre gorrioncillo que por un águila de dos metros atiborrada de salmón.
Las cagadas de las águilas son grandes y viscosas, caen sobre los coches y los transeúntes, ensucian los sombreros de las damas. A menudo las águilas se comen un perro, o se llevan un minino entre las garras. Llegará el día en que, como en aquella pesadilla de Hitchcock, las águilas les saquen los ojos a los niños.
Hasta los ecologistas han mostrado su disgusto, preocupados por que las águilas se conviertan en criaturas gregarias como los peces del Retiro. Reconocen que el tiempo y la comodidad han transformado a las águilas en unos seres vagos y chulescos, como esos mozos que se juntan en la plaza del pueblo y dan patadas a un bote.
A última hora, una nube de águilas blancas cruza el cielo de Homer. Muchos cierran las trampillas y se preparan para la lluvia de guano; las beatas rezan una oración, con el miedo reverencial de los antiguos pioneros. Los más viejos encienden una pipa; no pasa una noche sin que recuerden aquella frase de Franklin: “Desearía que el águila no hubiera sido elegida como símbolo del país. Creo que el pavo es mucho más respetable”.
Más: 1, 2, 3, 4, 5 / In English: The Eagle Lady
(Esta entrada pertenece a Fogonazos)
Perdida en la remota península de Kenai, en Alaska, la localidad de Homer ofrece a sus visitantes uno de los espectáculos más grandiosos y desconcertantes del planeta. Cada día, desde hace 27 años, la señora Keene sale al patio trasero de su casa y da de comer a unas 400 águilas calvas.
Como podéis ver en el vídeo, mientras otras ancianas de su edad recogen gatitos o perros de la calle, a la señora Keene, de 83 años, le ha dado por alimentar a centenares de águilas americanas. Su afición comenzó en la primavera de 1979, cuando Keene – conocida por todos como “Lady Eagle” – echó un par de pescaditos a una pareja de aves que rondaba su casa. Hoy en día, gracias a la ayuda de algunos pescadores, Keene viene a arrojar unos 300 kilos diarios de pescado a los animalitos. (Seguir leyendo) (English)
El lugar es visitado por turistas y fotógrafos de todo el mundo, que se deleitan inmortalizando al pelotón de águilas ansiosas de comida. Pero si enfocaran con sus objetivos unos 100 metros más allá, verían a las águilas de Homer balanceándose sobre las antenas, las farolas y hasta las cabezas de sus pobres habitantes.
La gente del lugar ha pasado de la admiración por las águilas al más absoluto de los odios. El hartazgo ha llegado hasta tal punto que el alcalde del pueblo ha dictado una orden que prohíbe alimentarlas. Sin embargo no ha conseguido, de momento, que la medida afecte a “Lady Eagle”, admirada en todo el país por cuidar del ave que simboliza a los Estados Unidos.
En los últimos tiempos la vida en Homer se ha hecho un poco más cuesta arriba. Además de los rigores de Alaska, sus vecinos viven bajo una sensación constante de amenaza; saben que no es lo mismo ser 'rociados' por un alegre gorrioncillo que por un águila de dos metros atiborrada de salmón.
Las cagadas de las águilas son grandes y viscosas, caen sobre los coches y los transeúntes, ensucian los sombreros de las damas. A menudo las águilas se comen un perro, o se llevan un minino entre las garras. Llegará el día en que, como en aquella pesadilla de Hitchcock, las águilas les saquen los ojos a los niños.
Hasta los ecologistas han mostrado su disgusto, preocupados por que las águilas se conviertan en criaturas gregarias como los peces del Retiro. Reconocen que el tiempo y la comodidad han transformado a las águilas en unos seres vagos y chulescos, como esos mozos que se juntan en la plaza del pueblo y dan patadas a un bote.
A última hora, una nube de águilas blancas cruza el cielo de Homer. Muchos cierran las trampillas y se preparan para la lluvia de guano; las beatas rezan una oración, con el miedo reverencial de los antiguos pioneros. Los más viejos encienden una pipa; no pasa una noche sin que recuerden aquella frase de Franklin: “Desearía que el águila no hubiera sido elegida como símbolo del país. Creo que el pavo es mucho más respetable”.
Más: 1, 2, 3, 4, 5 / In English: The Eagle Lady
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