El organismo más dañino del planeta fue un minúsculo ser humano nacido en algún lugar de Pennsylvania. Hacia 1921 Thomas Midgley era un joven ingeniero que trabajaba para la General Motors en Dayton e investigaba sobre el desarrollo de combustibles. Pronto descubrió que el plomo conseguía reducir el traqueteo de los motores e inventó un compuesto llamado plomo tetraetílico. En pocos años, las grandes compañías de automóviles comenzaron a utilizar su invento para la fabricación de carburantes y lanzaron a la atmósfera toneladas de plomo que perdurarían en el aire durante décadas.
A pesar de conocer su alta toxicidad y de que los trabajadores de las fábricas enfermaban uno tras otro por envenenamiento, Midgley se empeñó en negar la verdad e incluso simuló ante los periodistas que el plomo era perfectamente inocuo. En una rueda de prensa digna de ser recordada, Migdley se roció con plomo por el cuerpo y lo inhaló insistentemente de un bote mientras insistía en que podía hacer aquello todos los días. Por supuesto, cayó enfermo al cabo de unas horas y se mantuvo apartado durante meses de la opinión pública mientras se recuperaba. (Seguir leyendo)
Tal vez por su mala conciencia, Midgley trató entonces de encontrar una solución para los gases venenosos que soltaban los frigoríficos de la época. Concienciado por la muerte de cientos de personas, Midgley encontró la alternativa en un gas relativamente estable y que se podía respirar sin problemas: los conocidos como clorofluorocarburos, o CFC, y cuyo papel como principal destructor de la capa de ozono conocemos hoy en día.
Así pues, en apenas 20 años Midgley había propiciado el vertido de miles de toneladas de plomo sobre el planeta y la generación de una cantidad de CFC suficiente para destrozar buena parte de las reservas de ozono. No es de extrañar que, unos años después, un historiador calificara a Midgley como de “el organismo vivo que más impacto ha tenido en la atmósfera en la historia de la Tierra".
Para culminar su historia de despropósitos, en 1940 Midgley contrajo la polio y quedó postrado en la cama. A sus 51 años, el ingeniero se obsequió a sí mismo con una de sus creaciones y diseñó un sistema de poleas y cables para moverse sobre la cama. En 1944, la máquina se puso en marcha y Midgley murió estrangulado por su propio invento.
La historia también se cuenta en Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson
A pesar de conocer su alta toxicidad y de que los trabajadores de las fábricas enfermaban uno tras otro por envenenamiento, Midgley se empeñó en negar la verdad e incluso simuló ante los periodistas que el plomo era perfectamente inocuo. En una rueda de prensa digna de ser recordada, Migdley se roció con plomo por el cuerpo y lo inhaló insistentemente de un bote mientras insistía en que podía hacer aquello todos los días. Por supuesto, cayó enfermo al cabo de unas horas y se mantuvo apartado durante meses de la opinión pública mientras se recuperaba. (Seguir leyendo)
Tal vez por su mala conciencia, Midgley trató entonces de encontrar una solución para los gases venenosos que soltaban los frigoríficos de la época. Concienciado por la muerte de cientos de personas, Midgley encontró la alternativa en un gas relativamente estable y que se podía respirar sin problemas: los conocidos como clorofluorocarburos, o CFC, y cuyo papel como principal destructor de la capa de ozono conocemos hoy en día.
Así pues, en apenas 20 años Midgley había propiciado el vertido de miles de toneladas de plomo sobre el planeta y la generación de una cantidad de CFC suficiente para destrozar buena parte de las reservas de ozono. No es de extrañar que, unos años después, un historiador calificara a Midgley como de “el organismo vivo que más impacto ha tenido en la atmósfera en la historia de la Tierra".
Para culminar su historia de despropósitos, en 1940 Midgley contrajo la polio y quedó postrado en la cama. A sus 51 años, el ingeniero se obsequió a sí mismo con una de sus creaciones y diseñó un sistema de poleas y cables para moverse sobre la cama. En 1944, la máquina se puso en marcha y Midgley murió estrangulado por su propio invento.
La historia también se cuenta en Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson
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